El vigilante que lee a García Márquezpor Alex AyalaSeptember
La lucha de Reynaldo Suaznabar —1,60 de estatura, 50 kilos, expolicía y actualmente vigilante nocturno para una importadora— consiste en ver amanecer cada jornada. Una odisea interminable: 12 horas de trabajo sin descanso, de lunes a domingo, por las que gana únicamente 750 bolivianos mensuales.
Son las diez de la noche de un día entre semana. Falta mucho aún para que los primeros rayos de sol aparezcan y para Reynaldo una charla siempre es bienvenida. Por eso se alegra al verme llegar por la otra acera.
—La noche le hace a uno más viejo, ¿no? —dice, tras darme la mano con fuerza.
—¿Y tú cuántos años me echas? —pregunta acto seguido.
—Unos 50 —le calculo. Pero me dan ganas de decirle 58.
—No, tengo 47, pero hasta mi hermana mayor se ve mejor que yo —lamenta.
“La noche tiene instintos asesinos —pienso entonces—. Le consume a uno poco a poco”. Pero hay momentos en los que es mejor callar y no le digo a Reynaldo nada.
—Esto me da para llevar el pan a casa —advierte él después de unos minutos.
Y luego me comenta que durante el día duerme; y que a las 17:45 comienza a caminar desde su casa, en las laderas de La Paz, rumbo al rincón que le sirve de refugio.
La vista: una caseta
A cuatro palmos de la cara de Reynaldo hay un cristal roto, recompuesto como si fuera un puzzle por varias tiras de cinta adhesiva. Esa ventana es su único vaso comunicador con el mundo. Y a través de ella trata siempre de tomar el pulso a los latidos callejeros, dentro de una vieja caseta que no mide más de metro y medio de ancho por dos de alto.
Dentro de este cubículo, entre cuatro paredes de madera que más bien parecen de cartón, uno se siente como en una tumba. Un foco de 220 voltios ilumina el ambiente y un espejo, algunas fotos roídas y un póster del Che completan una decoración parca.
El oficio de vigilante, según Reynaldo, consiste básicamente en matar el tiempo. Para eso están las rondas, pequeños paseos de unos pocos minutos para certificar que no ocurre nada raro. Y por aburrimiento uno se acostumbra a contarlo todo. Dentro: cinco clavos sueltos, un refresco, una frazada, prendas de abrigo y una radio; fuera: quince coches en fila, tres locales donde se despachan lomitos y vacíos, una tiendita de abarrotes con las luces aún encendidas, dos puestos de venta ya cerrados y una licorería.
Reynaldo dice que “la noche es un reloj casi perfecto”. Y es cierto. A las 22:00, personas que parecen sombras ven qué se puede reciclar de la basura —todo y nada—. Revuelven, hurgan, meten botellas de plástico en bolsas y hallan unos restos de comida. A las 23:00, es el turno de los perros callejeros, que se tienen que conformar con las sobras de las sobras. A las 00:00, llueve. A la 1:00, debería haber pasado el camión de la basura. Pero no llega hasta las 2:00. Y a las 3:00, todo es silencio. Reynaldo entonces cabecea unos segundos y, por un instante, no distingue bien entre la realidad y el sueño.
El oído: un atraco
¡El auto, el auto! Los gritos provienen de un comercio que atiende hasta altas horas de la madrugada. Lo han atracado. Son las 3:30 y Reynaldo se acerca presto. La dueña balbucea algo sudorosa, sofocada. Está histérica, aterrada. Y su rostro luce desencajado.
—Fueron varios tipos. Salieron de un coche de color blanco, pidieron algunas bebidas, agarraron las cosas y después se fueron rajando, sin pagarme nada —relata.
—¿Y a cuánto asciende el monto de lo robado? —interroga el vigilante.
La pregunta es de rigor, una rutina para Reynaldo. “Porque yo no puedo hacer nada—me confesaría luego—. A lo sumo, avisar a la Policía para dar parte. Y lo mismo pasa cuando los pandillas de la zona le roban a alguien la plata, el celular o la mochila”.
Tras el susto, volvemos al puesto de vigilancia y enseguida nos envuelven mil y un sonidos. Los frenos de los carros chirrían. Truenan sus bocinas. Un gato negro maúlla en una esquina. Los adoquines de una vía colindante retumban con los pasos de algunos borrachos que van en busca de otro trago. Y mientras, en la caseta, Reynaldo escucha canciones de los años 80 en una emisora local sintonizada a bajo volumen.
El tacto: un libro
El libro que Reynaldo lee para que el tiempo se consuma más rápidamente se descuelga a menudo entre sus dedos secos. Al tacto, su papel no es ni frío ni caliente. Es más bien tibio. Se trata un ejemplar que le regaló su hija: El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez. Me lo muestra y le digo que seguramente no podría haber mejor lectura para hacerle compañía. Porque la historia que narra tiene mucho que ver con su propia historia, ya que el suyo es, sin duda, uno de los oficios más solitarios del mundo.
Al lado de esta obra y de los otros enseres personales de Reynaldo está su radio comunicador, marca Motorola, que casi quema porque cada media hora la central de la empresa de seguridad llama al vigilante para que se reporte y no dormite. El nombre en clave de Reynaldo es “Tango 06”; “618” significa que quiere reportarse; y “614”, que se va a ausentar durante unos minutos para despejarse un poco o para hablar con alguien.
En las rondas, un silbato se funde con los labios ajados del vigilante. Es áspero y sirve para que Reynaldo se comunique mejor con sus otros compañeros. “¿Estás bien?”, parece decir él cada vez que da un silbido mientras avanza con sus otros implementos pegados a su cuerpo como si fueran un guante: una porra a prueba de maleantes, gas antidisturbios, una chaqueta color naranja y un pantalón térmico contra el frío. “¿Sí, y tú qué tal vas?”, le contesta otro, normalmente con un soplido, una o dos cuadras más lejos.
El gusto: un cigarrillo
Reynaldo fuma a veces un cigarro suave con sabor a nada. Sobre todo porque al lanzar sus vómitos de humo marca una cierta distancia entre él y sus interlocutores, que suelen ser escasos. Lo hace a caladas muy largas, sin ninguna prisa por terminar el cigarrillo.
Cuando tiene hambre, acullica un puñado de hoja de coca, generalmente de los Yungas. Cuando tiene sueño también acullica hoja de coca. Y, cuando tiene mucha hambre, se escapa hasta un puesto cercano a por una “comida rápida” de seis pesitos.
—A veces, hay una vecina que me invita un té caliente o alguito de comida, como una sopa. Y en ocasiones especiales, como Navidad, hay quien me trae galletas o un refresco. Y todo es siempre bien recibido. Porque ante todo hay que ser agradecidos —me dice.
—Y cuando tengo ganas de ir al baño, me pierdo en el bar de enfrente —se ríe.
El olfato: olor a sexo
Todos los olores parecieran agolparse en torno a la caseta de Reynaldo: el de orín de las esquinas, el del carbón que alimenta la parrilla de los locales colindantes, el húmedo de la lluvia, el de la basura que está al frente y un largo etcétera; y también se desliza por aquí el olor a sexo, pues dos prostíbulos funcionan en las inmediaciones de la caseta.
—En alguna ocasión he tenido incluso que llamar la atención a algunas parejas que estaban haciendo el amor dentro de sus carros —recuerda. Y luego sonríe pícaro.
La presencia de Roldán, el guardaautos, que se acaba de acercar hasta nosotros, es una distracción permanente (en el buen sentido) para el vigilante.
—Con él, todo es más fácil, ya que hablar un rato o compartir bromas me ayuda a estar alerta —asegura.
Sin embargo, cuando Roldán se va con su omnipresente aliento a tufo, la noche avanza y los sentidos de Reynaldo se apagan poco a poco. Sigue escuchando de vez en cuando algún chasquido o algún crujir de huesos a su alrededor, pero ya no les da mucha importancia. Continúa marcando con el pie el ritmo de las melodías que escupe su pequeña radio, pero debido al cansancio lo hace descompasado. Y no cesa en sus paseos, cada vez más cortos y pesados, hasta que por fin amanece y la ciudad se activa.
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