El otro día un amigo comentaba que un alto cargo de la Junta de Castilla y León había ido sin escolta a tomar unas copas con él. Según dijo, estuvo con dicho personaje hasta las tantas tomando chismes en tres o cuatro bares sin que nadie se acercara a molestarle y menos todavía a intentar agredirle. Fíjate qué persona tan sencilla, me decía, que acude a una cena en taxi y sin guardaespaldas, francamente sorprendido por tener al alcance de la mano a determinados próceres. Como estábamos en un cumpleaños que no era ni el suyo ni el mío, convine con él en la chorra que tenemos los contribuyentes de ver alguna vez de cerca a nuestros políticos sin nadie que les defienda, incluso cuando no hay nadie que los ataque. El cargo al que me refiero es la vicepresidenta del Gobierno regional, la señora doña María Jesús Ruiz, a la que tengo afecto sincero y más desde que sé que no lleva escoltas para podérselo transmitir sin que me parta la cara uno de ellos pensando que voy a matarla en lugar de a quererla. Esta confidencia me hizo recordar otra que me contó una persona que trabaja en las Cortes de Castilla y León sobre el cabreo monumental que se había cogido su presidente, don José Manuel Fernández Santiago, el día en que le dijeron que iban a cambiar la partida dedicada a su seguridad, lo que le hizo entender al hombre que igual le quitaban la escolta, lo que le provocó una frase bien solemne: le hago a usted responsable de lo que pueda sucederme a mí o a mi familia.
Oyendo ambas confidencias quedé prendado de las dos, de quien acude sin mamporreros (por los mamporros, no se me vayan por otro lado) a una cena particular, y del que se siente tan amenazado y perseguido que es capaz de pronunciar una frase tan cinematográfica como hueca. La conversación derivó hacia el uso indiscriminado de los coches oficiales que nuestra clase política utiliza sin pudor incluso en tiempos de penuria, momento que aprovechó otro comensal para decir que el conductor de un alto cargo de la Junta había llegado a cobrar 7.000 euracos en un mes de su sueldo, las dietas y las horas que se pasaba cociendo almorranas dentro del coche mientras su señorito comía y bebía dentro y él esperaba a la puerta del restaurante. Como no conozco el nombre de ambos ciencias (conductor y cargo), doy la anécdota por no recibida, pero que conste que me la creo. Y lo digo porque a lo largo de mi vida profesional he soportado a decenas de cargos y carguitos cuya felicidad consiste en escuchar cuatro portazos según se bajan del coche: el suyo, el de su escolta, el de su jefe de gabinete y el del escolta del coche de atrás. Cuatro sueldos más el propio, ideales para combatir el paro, que seguramente es su única pretensión, porque me caben dudas de que alguno de ellos piense en serio que van a venir desde lejos a cepillárselos, dado que es posible que hasta el portero de su casa tenga dificultades para saber quiénes son.
Pero lo que peor llevo es que además de quejarse con la boca chica por tener que ir escoltados, añadan que todo lo hacen por la dignidad del cargo. Como dijo André Gide, cuando deje de indignarme, habrá comenzado mi vejez. Se nota que todavía soy joven, porque estoy más cabreado que un mono sin cacahuetes y sin chingue.
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