La Cañada Lunes, 6 de febrero, de 1995.
El bar de la estación era de los pocos lugares donde latía algo de vida aquella noche. Desde lejos podían verse las luces de la cantina sondeando la negrura del invierno. Soledad, la dueña del bar, empapaba la bayeta sobre la encimera de la barra, y afuera, el viento del norte barría el andén. Ni ella, ni su marido, ni el otro vecino que los acompañaba, esperaban ya ninguna visita, a no ser la de algún desvencijado mercancías cruzando tras las ventanas camino, como siempre, de ningún sitio. En la tele emitían una entrevista a Aznar, de cuando aquello del váyase usted señor González, pero a Soledad le gustaba más el programa de Lobatón, que lo daban justo después. De pronto, la puerta del bar se abrió de golpe y alguien interrumpió súbitamente el calido recogimiento de la velada. Era Manuel Álvarez, el vigilante de seguridad de las obras de Renfe. Con el rostro desencajado y un desbocado resuello de alientos y miradas, preguntó: «¿Ha muerto alguna chica hoy?».
Le sentaron junto a ellos, le prepararon una tila y cuando se tranquilizó, el joven guarda contó aquella aterradora historia: Eran las nueve y media de la noche. Manuel estaba sentado en la caseta, solo, con un walkie talkie en la mano; Yeni, la perra mastín, atada fuera.
Manuel comenzó a presentir que algo no iba bien. Se levantó, miró a través del pequeño ventanuco de la barraca y al instante escuchó a la perra arañar la puerta. Abrió la puerta, y Yeni se dirigió conturbada hasta el fondo de la caseta, arracimándose en una esquina. A Manuel le extrañó mucho aquella actitud del animal, salió a la explanada y lo primero que vio fue que la comida del perro volaba. Las galletitas secas salían y entraban en el cuenco como por arte de magia. Sin embargo, fue lo que presenció al girarse lo que más le sobrecogió: una mujer vestida de blanco, morena, joven y muy bella, hacía un dibujo en el suelo con una vara, levitando a medio metro del barro endurecido. Manuel salió corriendo, atravesó temerariamente las vías y buscó refugio en el bar. Aunque les costó, ya al filo de la medianoche, Soledad y los dos hombres convencieron al guarda para que regresara al lugar de los hechos. Por el camino, en mitad de las vías, hallaron su cartera, perdida en la desbandada. No había nadie en la explanada, tan sólo un extraño dibujo cicatrizando en el suelo. Eran dos círculos concéntricos en torno a la legendaria estrella de David, y un puñado de consonantes malditas.
Yeni, la perra, seguía acurrucada en el barraca, mirando a su dueño con una pregunta en los ojos, la misma pregunta que nos hacemos hoy, trece años después; el mismo interrogante en torno a una historia que, como la vieja locomotora, cruza de vez en cuando, camino de ningún sitio.
FUENTE: Diario de Ávila