Antes de coger ayer el vuelo que me llevaría a Nueva York pasé por dos aeropuertos españoles, el de Pamplona y el de Madrid, y nadie, en ningún momento, me dijo nada sobre las nuevas medidas de seguridad. Sabía que se estaban aplicando, pero de no haberlo sabido, como no lo sabían muchos de mis compañeros de viaje, me habría topado con cierta sorpresa con que, tras el control del escáner y el control de pasaporte, me esperaba, ya en la puerta de embarque, un cacheo y una revisión de mi equipaje de mano. En cualquier caso, todo fue muy rápido y poco exhaustivo.
"Tú hoy no vuelas", dijo el vigilante de seguridad junto al control de metales por el que tienen que pasar todos los que se suben a un avión. Eran las cuatro de la tarde y mi vuelo salía una hora después. Era 28 de diciembre. Me había tocado un guardia guasón. "Es el día de los Santos Inocentes", dijo, así que me quité las botas y el abrigo, puse el bolso y el ordenador portátil en la cinta del escáner, franqueé el arco y pasé el control de pasaportes.
El cacheo y la inspección de mi equipaje fue veloz. Y ya en el avión, y en contra de las medidas, el abrigo y el portátil estaban en mis piernas y bajo del asiento, no en los compartimentos. Faltaban minutos para despegar.
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