Locos por el arteLa 'Gioconda' es posiblemente la obra más atacada. En 1911, el lienzo de Da Vinci fue robado y estuvo en paradero desconocido casi tres años. En 1956, sufrió dos ataques. El protagonista del primero fue un hombre aquejado por el síndrome de Stendhal -confusión en el individuo si se expone a una sobredosis de belleza artística- que vertió ácido sulfúrico, dañando el borde inferior. Poco después, Ugo Ungaza Villegas, un estudiante boliviano, le lanzó una piedra que resquebrajó el lienzo. Desde entonces, la 'Mona Lisa' sonríe al público protegida por un cristal blindado. En 1974, cuando se exhibía en Tokio, una mujer en silla de ruedas -molesta por la escasez de rampas- roció laca roja sobre la urna que protege el cuadro. En agosto pasado, una turista rusa le tiró una taza de té. MARÍA JOSÉ CARRERO | BILBAO.
Un 5,7% de los visitantes de los museos se acerca demasiado a las obras y un 1% las toca
Los atentados contra el patrimonio artístico son una constante desde la Antigüedad
'El actor' de Picasso está ahora mismo en la UCI del Museo Metropolitano de Nueva York. Los restauradores se afanan en curarle la herida que sufrió hace un mes cuando una visitante tropezó, perdió el equilibrio y, al caer, provocó a la obra una brecha vertical de quince centímetros que los conservadores tratan de cerrar. El desgarro del lienzo fue fruto de un accidente, pero los daños premeditados a pinturas y esculturas son una constante desde la Antigüedad. Ya en el siglo IV a.C., Eróstrato quemó el templo de Artemisa de Éfeso, considerado como una de las siete maravillas del mundo antiguo, con el único fin de lograr la celebridad.
Si encontrar una explicación a los actos vandálicos contra cualquier bien comunitario es una tarea difícil, entender los ataques al patrimonio artístico es casi una misión imposible. De hecho, se trata de un fenómeno apenas analizado debido a «cierto secretismo» de los responsables de museos. Al menos, esto es lo que sostienen las autoras de 'La destrucción del arte', un trabajo con el que dos jóvenes licenciadas -Beatriz Yoldi y Dimitra Gozgou- han concluido un máster en Estudios Avanzados en Historia del Arte de la Universidad de Barcelona. Las investigadoras sostienen que «los museos tienden a no facilitar información» para, tal y como actúa la Policía con los casos de suicidios, evitar «un contagio de agresiones en cadena». Y es que para apuñalar, arrojar ácido a un cuadro o emprenderla a martillazos con una escultura hay que estar un tanto desequilibrado.
¿O no es así? «Las motivaciones para atentar contra el arte son de lo más variadas», señala Inmaculada Socias, la profesora que ha dirigido el estudio. «Operan los prejuicios, los móviles religiosos, políticos (un ejemplo cercano es el 'Bosque pintado' de Ibarrola), los movimientos iconoclastas e, incluso, el fetichismo, porque violentar una obra que se ama puede darle un valor añadido», apunta. Y se explica: «Si 'La Piedad' de Miguel Ángel ya era una obra de culto, desde el ataque que sufrió en 1972, y que obligó a blindarla con un cristal anti-balas, todavía lo es mucho más».
Entre todas las posibles e incomprensibles razones que mueven a los 'asesinos' del arte, el desequilibrio psiquiátrico constituye un denominador común. «Es muy habitual. De hecho,muchos se quitan después la vida», aseguran Yoldi y Gozgou, quienes documentan una treinta de ataques . Sólo desde esta explicación se entiende que Laszlo Toth, geólogo húngaro residente en Australia, se abriera paso entre la multitud en el Vaticano y asestara quince martillazos al conjunto escultórico de Miguel Ángel que representa a la Virgen, al pie de la cruz, meciendo en su regazo a su hijo muerto. «¡Soy Jesucristo, soy Jesucristo y he regresado de la muerte!», gritaba Toth mientras destrozaba el mármol. Le condenaron a nueve años de cárcel.
«Una imagen tiene el poder de evocar y, en función de la psicología de cada uno, es posible dar a la obra de arte una dimensión que no tiene, hasta el punto de ver reflejados en ella los propios fantasmas y frustraciones», añaden las jóvenes investigadoras. Una prueba de que los agresores suelen tener enfermedad mental es que con frecuencia repiten su acción. Es el caso de Piero Cannata, un verdadero 'killer' en serie del patrimonio. En 1991, con un certero golpe de martillo convirtió en añicos el pie izquierdo del 'David' de Miguel Angel. A él se atribuyeron, dos años después, los ataques a los frescos de Filippo Lipi en la catedral de Prato y la agresión al altar mayor de Santa María delle Carceri en la misma ciudad italiana. Las acciones de este hombre con diagnóstico de esquizofrenia se completan en 1999, cuando recorre más de 300 kilómetros para, en la Galería Nacional de Arte Contemporáneo de Roma, pintar con un rotulador el cuadro 'Senderos ondulados', de Pollock. «Lo volveré a hacer. Para mí, el arte no existe», declaró entonces. Por suerte, su amenaza no se cumplió.
Museos blindados
Para tratar de impedir acciones como la de Cannata, los grandes museos del mundo blindan sus obras con sensores, cámaras, vigilantes -en El Prado hay más de 200, además de una brigada de la Policía Nacional- o vidrios capaces de soportar un ataque con granadas, como protege el Louvre la 'Mona Lisa'. Al igual que la 'Gioconda', 'La Piedad' y el 'David' o el 'Guernica' de Picasso -'graffiteado' en 1974 por un joven artista iraní en protesta contra la intervención americana en Vietnam-, son iconos de los museos e, incluso, de las ciudades en las que se exhiben. Por ello, los responsables de su conservación no se arriesgan.
Si el cristal no es aconsejable por los reflejos, se colocan dos vigilantes, uno a cada lado, de forma permanente, como ha hecho el Centro de Arte Reina Sofía con la obra cumbre del artista malagueño. Una línea en el suelo y unos sensores obligan a ver el mural a dos metros. «Si alguien la sobrepesa, salta la alarma», detalla el jefe de restauración de este museo nacional, Jorge García.
Pero ¿cómo se garantiza la seguridad de toda la colección artística en lugares que reciben cientos de miles de visitantes cada año? «La clave está en controlar la distancia entre el visitante y la obra», señala Francisco Lafuente, jefe de seguridad del museo Thyssen de Madrid. Autor del primer 'Estudio de comportamiento del público', Lafuente resalta el papel del «personal de sala» para prevenir cercanías peligrosas. Porque casi un 5,7% de los visitantes «se acerca de forma alarmante» a las obras y más de un 1% las toca. «Puede parecer un porcentaje bajo, pero en un museo con cerca de un millón de usuarios supone 10.000 'toques' al año». Para evitarlo, el Thyssen coloca cristales allí donde es posible. Donde no lo es «porque se pierden detalles», se instalan cordones de separación de los cuadros. El 70% de la colección que atesora el palacio de Villahermosa tiene estos escudos.
«Acto de amor»
Las medidas de proteccion son acordadas entre el responsable de conservación y el de seguridad para prevenir tanto acciones violentas como «accidentes tontos», comenta Jorge García. El conservador del Reina Sofía recuerda cómo «en una exposición sobre Alberto Sánchez, una señora se agachó tanto para ver una figura realizada a base de una especie de palillos, que se llevó parte de la composición en el moño». Por eso, es fundamental «controlar las distancias».
Pero la vigilancia nunca es eficaz al cien por cien. Prueba de ello son las dos agresiones (1993 y 2006) que ha sufrido la 'Fuente' de Duchamp en el centro Pompidou. Claro que no siempre se ataca una obra por el placer incomprensible de estropearla. En 2007, Rindy Sam fue juzgada en Aviñón por estampar carmín rojo en un cuadro blanco de Cy Twombly. En su defensa argumentó que su beso «fue un acto de amor».
http://www.elcorreo.com/alava/v/20100221/cultura/locos-arte-20100221.html