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 Critica la miseria, no al mendigo

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MensajeTema: Critica la miseria, no al mendigo   Critica la miseria, no al mendigo EmptyDom 10 Oct 2010 - 22:03

Critica la miseria, no al mendigo

En España malviven 30.000 'sin techo' - Muchos vecinos los rechazan - Los expertos piden medidas sociales, no sanciones

La pobreza extrema tiene el rostro más visible de todas las situaciones de necesidad. Son esas personas sucias, desdentadas y malolientes que se tambalean por la calle, víctimas del alcohol o las drogas, hasta que caen dormidos bajo unos cartones. Y muchas veces, justo, en las zonas más céntricas y turísticas de las ciudades, provocando el rechazo de los vecinos y visitantes. El número de personas que han bajado hasta ese escalón de la miseria se cifra en unos 30.000 en toda España, los mismos que el año pasado y que el anterior, porque estos son hijos de otras crisis. Ya llegarán los de esta si no se pone remedio. Y normalmente los Ayuntamientos optan por la solución más fácil: manguerazo en las zonas de descanso callejero, soportales vallados, bancos públicos sin respaldo, cajeros al aire libre. "Confunden la lucha contra la pobreza con la lucha contra los pobres. Con eso solo consiguen un efecto óptico, ya no se les verá aquí, pero aparecerán en otro sitio", dice Pedro Cabrera, sociólogo, profesor de la Universidad Pontificia de Comillas.
¿Es un delito vivir y dormir en la calle? No. ¿Son un problema de orden público? "En absoluto. ¿Lo son la gente que sale del partido de fútbol y genera un atasco? No. Si fuera un problema de orden público sería fácilmente resoluble: se hace una ley antivagos y maleantes o de peligrosidad social, como las que hubo en tiempos y ya está", dice Darío Pérez, jefe del Departamento del Samur Social en el Ayuntamiento de Madrid. Ahora bien, Pérez sabe que "los hábitos de estas personas vienen acompañados, en ocasiones, de falta de higiene y eso genera un impacto, pero es un impacto social y como tal hay que afrontarlo, con medidas sociales".

En España hay más de dos millones de casas vacías y unas 30.000 personas viviendo en la calle. "¿Parece sencillo, no? Pues no hay un solo municipio que tenga un plan para sacar a esta gente de la calle, con un diagnóstico, unos objetivos y unos plazos de cumplimiento", dice Pedro Cabrera. "Las personas sin hogar tienen todo el derecho a estar en la calle, pero los políticos tienen todo el deber de sacarlos de ella y devolverles su dignidad". Con el recorte del 12% que ha sufrido el presupuesto del Gobierno para estas emergencias sociales podrían costearse, por ejemplo, casi 800 plazas anuales en albergues de transeúntes.

Pero algunos no quieren abandonar su rincón, donde los vecinos, solidarios, les cuidan hasta que llega otro compañero del doble cartón, el de vino por el día y el de dormir por la noche. Entonces ya son multitud y el vecindario cambia la solidaridad por rechazo. Es el momento de los trabajadores sociales, magros equipos municipales en los que más de la mitad de sus efectivos son voluntarios. El otro gran brazo contra la pobreza lo constituyen las ONG.

La variedad de casos es casi tan amplia como las personas que viven en la calle. Cierto es que hay perfiles, mayoritariamente hombres, muchos inmigrantes sin red familiar, problemas con el alcohol y las drogas, peleas en casa o un cóctel de todo ello que un día los sacó de los márgenes sociales. Pero también hay quien quiere dejar los soportales y se enreda en una maraña burocrática. "Conocí a una mujer, víctima de la violencia machista y con algún problema mental, que vivía en el aeropuerto. Si iba a una casa de acogida para maltratadas le decían que no, que acudiera a un centro psiquiátrico, donde también le negaban el ingreso porque era víctima de violencia de género y ese no era su sitio", relata Pedro Cabrera, que ha hecho recuentos de personas sin techo en varias ciudades, uno a uno, en noches de invierno, ayudado por centenares de voluntarios.

Esta mujer se quedó en la calle sin que las Administraciones se pusieran de acuerdo. Y Cabrera también se acuerda de aquel otro que recogía chatarra y con lo que sacaba le daba para vivir y para mandar dinero a su hijo. Pero no podía ir a un albergue porque los horarios no cuadraban con su actividad: la chatarra tenía que recogerla de madrugada.

Para casos así hay centros de baja exigencia. Pocos, pero hay, como el que tiene Cáritas en Bilbao desde hace ya 10 años. "Aquí no se les exige que estén desintoxicados, aunque se les asesora y se les apoya si tienen voluntad para ello; de una a cinco de la mañana pueden entrar a tomar un café, charlar, darse una ducha o refugiarse de la lluvia que se vino encima en plena noche", detalla Carmelo Corada, portavoz del centro Hontza (Búho). Al principio, problemas con los vecinos les obligaron a cambiar de sitio; ahora no hay pegas. No es que no haya normas en estos centros, pero las condiciones son más propicias para que cada quien acomode en ellos sus circunstancias.

Para los sin techo la solución es la vivienda y el empleo, dicen los expertos. "¿De qué sirve que una persona esté desintoxicada y reinsertada si el único cobijo que tiene es la calle? De nada. Fíjese, el mayor albergue es la cárcel, porque el 5% de los que allí están vivían antes en la calle", comienza Pedro Cabrera. "Pero lo que es mucho peor es que el 10% de los internos dicen que cuando salgan no les espera más que la calle: pueden ser unas 7.000 personas, dada la población carcelaria", añade. [Los testimonios que acompañan esta información han sido recogidos por Cabrera en un estudio]

Cabrera cree, sin embargo, que los albergues tal y como eran antes y aún perduran algunos, no son el sitio más adecuado para la socialización de estas personas. "En Glasgow, por ejemplo, se fue abandonando la idea de estas grandes instituciones, con medidas de vigilancia, horarios restrictivos, por microestructuras, viviendas con apoyo y acompañamiento social. Creo que ese es el camino".

El camino que nos lleva a Barcelona. Desde 2005, la Generalitat potencia una red de viviendas sociales que dan soporte al trabajo de las ONG con los sin techo. "Ellos gestionan 850 viviendas y les damos 2.400 euros por cada casa al año. En total ya hemos invertido unos 18 millones de euros", explica Joan Batlle, uno de los responsables de este programa de la Generalitat. "Hay 117 asociaciones que trabajan con viviendas de inclusión", dice. Una de ellas es Arrels, de amplia experiencia con personas sin hogar. "En los 20 pisos tutelados que gestionamos viven unas 50 personas. El requisito es que tengan capacidad de convivencia. Ellos, con el apoyo de un trabajador familiar y tres educadores sociales, van normalizando su vida, distribuyen las tareas, limpian, recogen, a veces cocinan. Y aportan entre 150 y 200 euros de sus ingresos para que valoren el esfuerzo", cuenta un portavoz de Arrels, Ramón Noró.

No hay plazo de estancia. Algunos se hacen mayores e ingresan en residencias de ancianos o bien siguen donde estaban y reciben una prestación por su situación de dependencia. Otros se casaron y se reencontraron con la vida normalizada.

"Si acabas de aterrizar en la calle y te metes en un albergue puedes deprimirte aún más", dice Noró. "Es cierto que los albergues a veces no son la solución porque solo proporcionan estancias cortas y se necesitan procesos largos para trabajar con los sin techo, aunque cada vez hay más que tienen medias y largas estancias. Pero también hay que reconocer que muchas de estas personas que llevan años en la calle no están en condiciones de pasar directamente a una vivienda tutelada, de las que también tenemos algunas en Zaragoza", explica Gustavo García Herrero, director del albergue municipal en esa ciudad.

Este experto se inclina por un proceso paulatino, con apoyo continuado en centros de acogida antes de pasar a las viviendas. "Los centros de acogida tienen que ser diversos, flexibles, porque si aplicamos las normas tal y como son muchas personas seguirían en la calle. En estos centros, además, hay que favorecer la autonomía y proporcionar intimidad", añade.

En todo caso, las viviendas tuteladas son más baratas que las pensiones en las que se alojan y dejan enteramente su paga de inserción estas personas. Tanto, que en algunos de estos hostales adaptan el precio que cobran al mes a las subidas de las pagas mínimas de inserción que reciben los que no tienen nada.
Critica la miseria, no al mendigo Fatima_Saidani_epoca_indigente_actualidad
Fátima Saidani, en su época como indigente en las calles de Zaragoza. A la derecha, en la actualidad. Ahora vive en una residencia de ancianos.- JOSÉ GARRIDO LAPENNA
La mano amiga que salvó la vida de Fátima
Fátima ya es abuela, tiene dos nietos. Es lo primero que cuenta, por teléfono, desde Zaragoza. Y después dice: "Estoy viva de milagro". Y dice bien: fueron muchas las palizas en la calle por si el alcohol no hubiera hecho ya su parte. En los 55 años de historia de Fátima Saidani hay otra protagonista, María Jesús, la mujer que la arrancó de la muerte. Este relato tiene, por fuerza, que cruzar los destinos de estas dos mujeres: la una, pegada sin remedio a su banco del parque; la otra, empeñada en buscarle cobijo.

"Mi madre me tenía la cabeza loca. Cada día venía contándome historias de Fátima: que si hoy le han dado una paliza, que si ayer tenía sangre, que si no come. Mi madre relevó a una vecina que le bajaba comida a Fátima cada día cuando se fue de vacaciones", dice María Jesús Lucia Cerrada. "Y yo pasaba con mi amiga, cada día, le llevábamos un helado, le preguntábamos qué tal estaba. Ella decía poca cosa, educada siempre, amable, no quería moverse de aquel banco".

Tampoco las piernas le daban para mucho. "Yo cuando estaba casada, en Murcia, con mis tres hijos, ya bebía, y me quedaba dormida, la casa abandonada. Luego salía por la calle a preguntar por mis pequeños". En la memoria de esta argelina, que habla tres idiomas y tiene estudios de enfermería, el alcohol ha dejado muchas lagunas. Pero no olvidará nunca el día en que María Jesús le ofreció un buen baño y ella, por fin, accedió. Jamás volvió al banco, ni a la botella.

Gustavo García Herrero exprimió las reglas del albergue municipal de Zaragoza, que dirige, para que la mujer durmiera en la zona de las duchas, porque no podía andar ni subir a las habitaciones. Allí se instaló un colchón y los transeúntes alojados se cuidaban de que nadie le ofreciera un vino. María Jesús y su amiga Pilar Puyoles iban cada día a bañarla, a cambiarla. En las vacaciones de agosto de 2004 y en los meses que siguieron, María Jesús se pateó medio Zaragoza: médicos que curaron a Fátima, casas de acogida para mujeres, el defensor del pueblo, jueces... Y le tocó llorar alguna vez: de impotencia. Mientras, buscaba a la familia de su nueva amiga. Fátima está ahora en la residencia de ancianos Santa Teresa, de Cáritas, aunque no tenga edad para ello. Todos los centros por donde ha pasado han burlado un poco su normativa interna para que Fátima tuviera cabida: más días de los permitidos, más cuidados de los que se prestan, menos edad de la que se exige... Una red solidaria que ha llenado el álbum de esta mujer de fotos felices: el día en que su hija la visitó en el hospital después de tantos años; los primeros pasos con el andador, homenajes, premios.

Años atrás los vecinos intentaron ingresarla por orden judicial, pero un perito forense decidió que estaba cuerda y en su derecho de seguir pudriéndose en el banco.

"Ahora me aseo sola, hago la cama. María Jesús viene a verme, me trae colonia, crema. Es demasiado buena, no hay dinero para pagarla. Me ha dado la vida". Por eso María Jesús dice que es su hija.

CUATRO RELATOS DE LA CALLE CONTADOS EN PRIMERA PERSONA
ANTONIO: "Yo tenía orden de no dejarlos entrar"


"Yo estuve en la calle y luego conseguí trabajo de guardia de seguridad en un hipermercado. Y tenía instrucciones de vigilar a los que no tienen hogar: hacerles sombra... A toda la gente que entraba así, pues teníamos orden de echarla, de no dejarla entrar. Eso de entrada. Yo tenía que hacerlo porque no me quedaba más remedio. No podían estar ni fuera, en la acera. Teníamos que echarlos. Un día que llovía vi a un hombre que no quería más que resguardarse... Una pena. Y yo, claro, me veía a mí mismo".

ABDUL: "Me daban comida, confiaban en mí"

"Yo dormía en la puerta de una tienda. Me trataban bien y el día que no sacaba nada, la gente que trabajaba en la tienda me daba de comer, incluso dinero para comprarme vicios, tabaco. Luego dormía en una puerta de un restaurante. Por la mañana, el dueño me traía café, un desayuno. Fíjate la confianza que tenían en mí que me daban billetes de 50 y 100 euros: "Toma, ve a buscar cambio". A veces tardaba, porque no encontraba. Dejaba mis cosas allí, mi mochila en la tienda y me iba a buscar cambio".

JACINTA: "En el parque me violaron"

"Fue en el parque que tuve la violación. Era una racha en la que estaba tomando unos calmantes, porque me había quitado de la droga. Para quitarme de la droga me pusieron tranquilizantes. Fue uno que estaba en la calle y me violó. Me vio el forense y todas esas cosas. Si yo llego a estar normal y corriente pues seguramente que me hubiera defendido. Yo con tantas pastillas, no podía recordar al señor, pero me vieron los de la limpieza de las calles y avisaron a la policía".

ALBERTO: "Te miran con asco y repugnancia"

"Algún día a lo mejor no me he podido afeitar o cambiarme. Recuerdo entrar en una tienda y te miran de arriba abajo. Y eso te hace daño. Interiormente, moralmente, psíquicamente. Entré y estaban cuatro mujeres. Digo hola, y me miraron con cara de asco y repugnancia. Se me quitó el hambre y las ganas de todo. Eso te hunde más. Y luego piensas... Te da por pensar cosas que sabes que no son normales, pero... ¿me explico? Liarte a romper algo... O irte a la mier** y quitarte la vida".

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