En la Nochebuena, la noche más familiar del año, en una fría localidad del centro de Europa una niña, apenas vestida con andrajos y unas zapatillas viejas por todo calzado, intentaba vender sus cerillas.
En vísperas de las navidades una mujer, cansada de luchar contra un gigante, pensó que aún se podía pelear para hacerse oír en la petición de sus derechos.
A cada transeúnte que pasaba le ofrecía su pobre mercancía: unas cerillas que vendía por apenas una moneda.
A todo aquél que quería escucharla, le contaba su historia: cómo había tenido que tomar una decisión que pocos entendían, dejando a su familia para que el mundo, sordo y ciego, pudiera oír y ver.
Pero nadie compraba una sola cerilla; todos se compadecían de la niña, pero ninguno de ellos acortaba el paso.
Pero cuando alzaba su voz tan sólo unos pocos querían oírla.
El resto de la historia deberéis completarla por vosotros mismos; sabéis cómo termina el cuento de la cerillera... pero la historia paralela de esa mujer que os presento y a quien todos conocéis aún no tiene final... ni lo tendrá si nosotros arrimamos el hombro.
Dentro de unas horas será la noche de Nochebuena; si hay un Dios (a veces me permito el lujo de dudarlo) sólo le voy a pedir una cosa: bendice, Señor, a mi amiga Mónica (espero que ella también me considere como tal), a su familia, y a todos los vigilantes de buena voluntad.
Saludos.