En un sistema democrático no puede haber normas secretas: la seguridad jurídica lo impide
JOAN J. Queralt
CATEDRÁTICO DE DERECHO PENAL (UB)
Los excesos que se cometen en nombre de la seguridad en los aeropuertos han vuelto a estar estos días en boca de todos. Pero en esta ocasión por algo positivo: la Comisión Europea ha accedido a publicar la norma secreta que regula la seguridad en los aeropuertos (un documento al que EL PERIÓDICO tuvo acceso y cuyo contenido dio a conocer el viernes) y se ha comprometido a revisar a la baja el reglamento, tras revelarse algunos flagrantes casos de arbitrariedad y abuso.
Uno de los maestros de mi generación, Ángel Latorre, catedrático de Derecho Romano y magistrado fundador del Tribunal Constitucional, nos enseñaba que una condición básica para la eficacia de las normas jurídicas es su publicación. O lo que es lo mismo: si la norma no es conocida por los ciudadanos, éstos no pueden ajustar su comportamiento a que sea lícito o no. Esta verdad de Perogrullo se incumple manifiestamente en los estados totalitarios, como la España franquista o los sistemas soviéticos. En un sistema democrático ni hay ni puede haber normas secretas: la seguridad jurídica lo impide. Por eso, la Constitución garantiza la publicidad de las normas (artículo 9.3), lo mismo que hace el Tratado de la Unión en su artículo 254.
Por ello asiste plena razón a la abogada general del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas cuando pide a ese tribunal que anule las normas secretas que permiten a las autoridades aeroportuarias y de navegación aérea hacer de su capa un sayo e imponer arbitrariamente caprichosas restricciones sobre los equipajes de mano y el control de los pasajeros.
Gracias a este rotativo, el viernes pasado al fin nos enteramos del anexo secreto, desde el 2003, del Reglamento 622/2003 sobre seguridad aérea: ahí está la fuente de la humillación sufrida por el pasaje de las líneas aéreas. Primero, seleccionando al personal más antipático posible, con una formación bajo mínimos, pues no hay que suponer que tal personal sepa lo que el resto de los mortales no sabe. Curiosamente, solo conocen el contenido de esos --¿cuántos más?-- reglamentos secretos aquellos funcionarios que, pese a utilizar con frecuencia el avión, no se someten a controles: los vips no tienen que pasarlos.
Si entramos a analizar el contenido de las sustancias prohibidas, la arbitrariedad es su única razón de ser. Ni en el reglamento público ni en el secreto hay un solo motivo que permita saber por qué un líquido --un perfume-- puede pasar en una bolsa transparente, llamada zip, y no puede hacerlo en un neceser de mano. La pasta de dientes viene en tubos opacos, pero si se encierra el tubo en la bolsita transparente, ningún problema: bomba a la vista no es bomba. Si el gel se compra pasado el control, puede cargar lo que permita el equipaje de mano: bomba comprada, bien empleada.
Cualquier norma, para que pueda ser aplicable, además de estar publicada, ha de ser razonable, y lo que no lo es carece de legitimidad. Esa es la razón del secretismo: si la norma fuera pública, el pitorreo general impediría su aplicación. Porque la pregunta a hacerse es esta: ¿es más seguro viajar ahora que antes? Pudiendo comprar en el aeropuerto lo que no dejan pasar por el control, ¿en qué se beneficia la seguridad?
Pero aún hay más. Si, como resulta obvio, la norma de seguridad (?) es inconstitucional, ¿qué pasa con quien la aplique? Pudiera ocurrir algo nada extraño: incluso, personas tan templadas como Ignasi Guardans, hartas de vejaciones inútiles, podrían acudir a los tribunales penales. El motivo: una acción contra los empleados públicos y privados que aplican tal normativa, por vulneración, como mínimo, de derechos cívicos y trato degradante. Se alegará, al pronto, que ese personal está cubierto por la obediencia debida. Falso. Tanto la ley de fuerzas y cuerpos de seguridad como la de seguridad privada imponen a policía y vigilantes privados un respeto sin fisuras a la Constitución, y la normativa manifiestamente contraria al ordenamiento jurídico no cabe cumplirla. No puede alegar ignorancia quien sabe calcular a la perfección trienios y pluses según unos baremos que al común de los mortales nos parecen términos cabalísticos. Los sindicados profesionales y de clase, tan empeñados, lógicamente, en defender los intereses de sus afiliados, deberían ir preparándoles para la que se avecina: alegar ignorancia no les va a servir de nada.
Y otro día hablaremos de la ilegitimidad de la obtención, tratamiento y transferencia de datos de los pasajeros.
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