EL único lugar en el que Cristiano Ronaldo no puede llevar escolta, el terreno de juego, es en el que más va a necesitarla. El astro portugués anda por la vida rodeado de un cinturón de guardaespaldas que es como aquel círculo de tiza que imaginó García Márquez en el delirio paranoico del coronel Aureliano Buendía: un perímetro móvil en el que nadie puede adentrarse sin el privilegio de su venia. Pretende con ello protegerse de cazautógrafos fanáticas, mitómanos ardorosos y papparazzi contumaces, pero sobre todo evitar la cercanía de las nereidas sobonas que le acechan en busca de un roce, un beso o una exclusiva, esa clase de mujeres capaces de propinar una cornada con el escote.
El verdadero peligro, empero, le aguarda en el césped al que salta sin pretorianos después de que Florentino Pérez le haya asegurado las piernas en cien millones de pavos, que es como poner precio a sus tibias para desafiar el turbio honor de los leñadores que abundan en el fútbol con las botas surcadas de muescas de víctimas y adornadas de astillas de huesos rotos. El prestigio universal, el narcisismo manifiesto y el millonario seguro de Cristiano -para los futboleros de verdad no hay más Ronaldo que ese gordito genial que aún anda por Brasil rebajándose grasa a base de liposucciones-lo han convertido en pieza preferente de una montería, cuyos tobillos constituyen una especie de venado de ocho puntas para colgar en el salón de los más reputados y fieros stoppers europeos aficionados a coleccionar trofeos de caza como el vasco Goicoechea conserva -¡en un marco!- los borceguíes con que lesionó a Maradona.
Un antiguo futbolista escocés llamado Ted McMin, que jugó en el Sevilla allá por los ochenta, se asombraba de que en España le pateasen la cara cuando conducía la pelota pegada al suelo. Si esto le sucedía a un tipo al que por su fútbol metalúrgico y su cintura estática apodaban the Tin Man, el hombre de lata, y que para esconder el balón tenía que guardárselo bajo la camiseta, es fácil imaginar lo que le espera a este veloz apolo metrosexual y gambetero llamado a excitar la líbido destructora de los rompepiernas tanto como la avidez recaudadora de las cazadoras de montajes.
La otra noche, ante la Juventus, ya se pudo atisbar en primicia un trhiller de la película de terror que va a rodar como protagonista, cuando un impetuoso Caterpillar llamado Grygera le atropelló la rótula con la delicadeza de un martillo de demoliciones. Blindado de gorilamen, el chico de Madeira escapará tal vez de las emboscadas voluptuosas de la dolce vita, que acaso sean las únicas de las que no quisiera salir entero. Pero ahí abajo, en el campo, vestido de futbolista y a cuerpo gentil sobre la hierba, va a necesitar en su socorro a los Trescientos de las Termópilas. Y hace tiempo que no están disponibles.
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