Víctimas de una Cataluña insegura
Tres atracos mortales a comercios en dos semanas han disparado las alarmas. De aquel antiguo «la bolsa o la vida» hemos pasado a «la bolsa... y también la vida»
El pasado mes de octubre acabó en dos semanas trágicas en Cataluña. En quince días, tres atracos a comercios —una joyería de Barcelona, una sucursal del Banco Santander en Cambrils (Tarragona) y una panadería de la capital catalana— se saldaron con un comerciante y dos dependientas asesinadas. Enseguida, lógico, cundió el pánico. Y mientras se esbozan explicaciones a la lúgubre estadística, tales como una crisis económica que empuja a delincuentes poco profesionales a recurrir a una violencia desproporcionada, desde la Consejería de Interior de la Generalitat se corroboran las sospechas. Si bien matizan que en cifras frías estamos en menos delitos que el año pasado, a renglón seguido el secretario general de Interior, Joan Delort, secunda el «vox populi». «Hay un repunte de la violencia gratuita», afirma Delort, y no tiene reparos en admitir que el fenómeno es «muy difícil de explicar». Fuentes policiales apostillan: «Hay más armas en la calle».
«En tiempos de crisis, siempre hay un aumento de la actividad delictiva», dijo el recién nombrado presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), Miguel Ángel Gimen, quien aun así se apresura a proclamar que no hay motivo para la alarma social.
Si los doctos en materia, nuestros guardianes y nuestros jueces, no profundizan más en el análisis, hay que pisar calle para captar el sentir de los afectados. Entre estos, se extiende la convicción de que vamos a peor; ya sea por la crisis, por según qué inmigración proveniente de países donde la vida vale menos, o por lo uno sumado a lo otro... Más de uno recuerda la época de los años 80, la de los quinquis que encumbraron a «el Vaquilla» o al «Torete», donde la droga, la heroína básicamente, era el móvil de casi todo lo que acababa entre rejas.
«Hay un auge del robo fácil», sostiene Joan Domènech, dueño de la joyería «El Pèndol», en la Via Augusta de Barcelona, y vocal del Colegio Oficial de Joyeros, Orfebres, Relojeros y Gemólogos de Cataluña (Jorgc). La entidad que representa, por cierto, ha tabulado el problema: les sale que los joyeros catalanes sufren de media un robo cada dos días. Por eso piden endurecer las penas: para borrar la idea de que España es un paraíso para muchos delincuentes, llegados a menudo de Europa del Este o de África, si se compara con otros países.
José Domènech, dueño de una joyeríaDomènech toca la madera de la mesa donde pule sus joyas. Hasta ahora no ha sufrido ningún atraco que le haya causado heridas físicas, pero contribuye a la estadística de su colegio con varios sucesos. Ha sufrido dos robos por el método del alunizaje —empotrar un coche en la tienda para desvalijarla— y ha tenido que pechar con la violencia del ladrón descarado, que se basta con la amenaza para intimidar y que, encima, se va de rositas por las rendijas de un sistema policial incapaz y un Código Penal presuntamente culpable de negligencia.
«Le estaba enseñando unas alianzas a un (supuesto) cliente —relata— y, de repente, se las mete en el bolsillo». «¿Qué haces?», le digo. «Se palpa el bolsillo y me dice que lleva una pistola con tres balas y me pide veinte euros». Al final, le dio el dinero de la caja, no llegaba a 200 euros, y se marchó tranquilamente. No anduvo lejos. Se sentó en un banco de la plaza Molina, a 20 metros de la joyería. Al poco, tras la llamada del joyero, se presentó una patrulla de Mossos, pero el ladrón ya no portaba el botín encima. Se le pidió la documentación, se tomó nota y hasta otra. Porque Domènech renunció a presentar una denuncia que se augura inútil.
Visto lo visto, la joyería es una profesión de riesgo. Y de riesgo también quieren hablar en otro sector comercial muy sensible a la deriva de atrocidades delictivas: la banca. El pasado 24 de octubre, Estela Calduch, una empleada de banca de tan solo 24 años, moría tras una atraco en la sucursal del Banco Santander de Cambrils donde trabajaba. Dos atracadores aún sin nombre pero muy buscados por todas las policías del país —al menos a uno de ellos se le relaciona con una veintena de atracos cometidos por toda España— quedaron de nuevo inmortalizados por las cámaras de seguridad del establecimiento. Se les sigue el rastro.
Manuel Sánchez, secretario de banca de UGT en Cataluña«A pesar de este suceso, lo cierto es que en los primeros siete meses de este año habían bajado los atracos», explica Manuel Sánchez Meléndez, secretario sectorial de banca de UGT en Cataluña. Él rememora aquellos ochenta durante los cuales le tocó vivir como testigo algún atraco muy violento. En uno de ellos, un agente de la Policía Nacional resultó muerto a balazos por los atracadores, quienes en su huida de la sucursal no se anduvieron con reparos.
«Sí que es verdad que algunos ven similitudes con lo sucedido en los ochenta, aunque yo creo que entonces había más atracos violentos». Compungidos por el «caso Cambrils», desde UGT se ha reclamado a la administración que ponga en guardia a las empresas, a los bancos, que demasiado a menudo tienden a cumplir «lo mínimo» en los requisitos de seguridad que exige la Ley de Seguridad Privada. Esta normativa, juzga Sánchez, es insuficiente por poco específica y porque hace distingos peligrosos en los baremos de seguridad que exige. «Habría que hacer una normativa de seguridad más concreta para cada sector comercial», concluye.
Juan José Valle, taxista, perdió un ojo en un ataqueAlgunos, sin embargo, ni en las normas confían; ya no hay ley que les consuele ni dinero que cubra su pérdida. «Me han quitado el futuro», desliza entre lágrimas Juan José Valle Prieto, de 48 años, taxista de carrera larga, 23 años delante del volante, interrumpida de forma atroz el pasado 2 de diciembre, cuando un cliente que se subió a su coche casi acaba con su vida a golpes y cortes, con una trasquiladora, y le hizo perder la visión total de un ojo. Ahora le queda entre un 10 y un 20 por ciento de visión en el ojo salvado, el izquierdo, que era el que peor tenía antes de la agresión. Su vida se resume ahora en la incapacidad total y permanente que le ha concedido la Seguridad Social. No puede trabajar de taxista, de nada.
Su agresor, un sin papeles de Liberia que espera juicio en la cárcel de Lérida, no podrá resarcirle. «Le caerán quizás siete u ocho años de cárcel, pero se declarará insolvente y no veré ningún dinero. Al contrario, me costará pagarme el abogado», lamenta. De todas formas, no hay indemnización que cure su herida. «Y quiero mi ojo», exige con rabia.
Juan José, al que asiste en su lucha el sindicato STAC, encara su día a día con un valor encomiable. No puede conducir, lo ve todo borroso, apenas puede leer -con una lupa y letra grande-, y la tele sólo la aguanta poco tiempo, porque le llora el ojo. «Desde que me ocurrió el ataque ya no he podido ver ninguna película». Pero no se achanta. Sale a la calle solo, aunque la prudencia aconseje que siempre vaya acompañado. No quiere ser un estorbo para los familiares y amigos que se ofrecen de lazarillos. «No quiero que el tío que me hizo esto salga ganando», alega. Es su manera de plantarle cara a un destino que le desahució en un fatídico 2 de diciembre de 2009.
«Habrá más agresiones», pronostica. Y confirma que los atracos, aunque por ahora no tan violentos como el que le tocó vivir, van en aumento entre sus ya ex compañeros de profesión. «Lo que pasa es que muchos se acaban cuando el atracador pone una navaja en el cuello del taxista». Entonces, normalmente, agresor y agredido se dan por «satisfechos», se «acuerda» el botín y la cosa no va más allá.
Pero ésa no fue su historia. Él «encochó» a su último pasajero a las 1:30 de la madrugada, en la Estación de autocares del Norte de la ciudad de Barcelona. Su cliente le pidió ir a Valencia, él receló porque de allí partían autocares a este destino, pero el cliente adujo que a esa hora no los había y le mostró un fajo de dinero cuando Juan José le tanteó advirtiéndole de que el viaje era caro. Aclaradas las dudas, en marcha. Al cabo de menos de una hora, a la altura de Martorell, asomó el horror. En plena autopista, el pasajero quería bajar la luna trasera y encender la luz interior del coche. Mostraba una actitud poco relajada, no estaba recostado en su asiento y miraba fijamente a su ya entonces inquieto chófer. Finalmente, Juan José accionó el pedal para dar aviso al 112, a emergencias, pero ese día descubrió que no funcionaba.
Luego, se escudó en una supuesta falta de gasolina para parar en una estación de servicio. Allí salió del coche e intentó zafarse de su agresor, que ya le había pedido la cartera y que le había exigido a gritos que no parara. Juan José recibió nueve golpes en la cabeza —«nueve», los recuerda— con una trasquiladora de grandes hojas. Uno de ellos le dio en un ojo y aunque pudo salvar el glóbulo ocular, le ha quedado inservible.
La agresión fue vista por la empleada de la gasolinera, que quiso ayudarle dándole refugio en su habitáculo, pero lo evitó el atacante. Ella llamó a los Mossos y estos llegaron «in extremis», cuando Juan José se había encerrado en los lavabos de la gasolinera, «con toda la camisa roja de sangre», y medio aturdido por los golpes. «Solo me golpeó en la cabeza, quería matarme». Por la mísera recaudación de un honrado taxista. Nada más.