«Nos sentimos amenazados», reconocen los trabajadores que construyen el TAV
A estos trabajadores no les preocupa el frío ni la nieve. Tampoco la
altura de los viaductos ni la oscuridad de los túneles. Pero sí temen a
ese bidón vacío que reposa descuidado sobre el barro gris en un rincón
de la obra; y también recelan de aquel hoyo negro que hay entre el
pilar y el andamio. «Antes ya estábamos preocupados por si nos
encontrábamos con un 'pepino'», reconoce uno de ellos. «Pero ahora...».
'Ahora' es un nuevo tiempo que empezó el pasado miércoles, cuando ETA
asesinó a sangre fría a Inaxio Uria. Todos sabían ya que las obras del
TAV estaban en el punto de mira de quienes gustan de lanzar amenazas y
perpetrar sabotajes. Pero cuando acabaron con la vida del empresario
entraron en una nueva dimensión. Y la sufren los casi 600 trabajadores
que se ganan la vida en la obra de la alta velocidad.
«Claro que nos sentimos amenazados. Y acojonados. ¿Cómo vamos a
estar?», dice uno de esos hombres envueltos en varias capas de prendas
reflectantes y pegotes de tierra. Trabaja en el subtramo II, entre
Ubarrundia y Legutiano. Ayer fue su segundo día de labor después del
atentado y del amargo puente festivo que le siguió. Por supuesto, no da
su nombre. Como el resto de los protagonistas de estas líneas.
Para llegar hasta ellos hay que acercarse a la obra. Cuando los
intrusos aparcan el coche en la entrada pedregosa aparecen dos
vehículos blancos. Cuatro vigilantes de seguridad se apean y dicen lo
evidente: «No se puede entrar». Tomar fotos del lugar tampoco está
permitido. ¿Por qué? «Es muy sencillo: en esa foto se ve la disposición
de los pilares, cómo está todo esto, y cualquiera puede utilizarla para
planear cómo dejar aquí un 'regalito'. ¿Te parece poca razón?». No.
Sin cambios
Dicen los guardias que tras el asesinato de Uria «no ha cambiado nada.
Han matado a un inocente, pero aquí todo sigue igual». Salvo por el
incremento de la seguridad. Varias patrullas de la Ertzaintza merodean
por la zona y el celo de los vigilantes es aún mayor. También han
aumentado sus reservas a la hora de hablar. Aún así, cuando la
conversación avanza uno de ellos reflexiona sobre el fondo del asunto.
«Quienes hacen esas cosas son mercenarios, gente que vive de matar a la
gente. Lo que hacen es malo para Euskal Herria».
Lo que hacen es algo peor. Los obreros lo saben y miran con recelo a
cualquier forastero que se acerca. «¡Qué desgracia!», dice uno desde lo
alto de un andamio cuando se menciona el nombre de Inaxio.
A la una es la hora de comer. Todos se dispersan por bares de la zona
donde camareras veteranas que les conocen por su nombre de pila ofrecen
alubiadas contundentes y chupitos generosos. Ni siquiera los dueños de
estos negocios quieren que se vincule el nombre de sus locales con las
obras del TAV.
La hora de la comida, siempre abundante, discurre plácida. «No hablamos
mucho de eso», admite un conductor de maquinaria cuando se le pregunta
por lo que está en mente de todos. «Igual lo comentas con los cuatro
compañeros con quienes tienes más confianza, pero poco más». El hombre
de manos grandes confiesa su preocupación por que «les hagan algo a las
máquinas, pero es difícil. Los vigilantes están junto a ellas toda la
noche». ¿Y que pasa con el resto de la obra? «También patrullan. Y por
la mañana, antes de que lleguemos, revisan cada esquina, por lo que
pueda haber...».
Nada de esto le es desconocido a este trabajador veterano porque «tengo
experiencia: ya estuve en Leizaran». Sin embargo, nunca antes había
vivido la violencia desquiciada de un modo tan cercano, porque él,
igual que todos los demás, conocía bien a Inaxio. Primero, advierte que
si habla bien de él no es porque esté muerto. Luego, se limita a decir
que el 'jefe' de Altuna y Uria era «un hombre campechano. Venía a
menudo a las obras, hablaba con todo el mundo, incluso con los
currantes de las subcontratas». Luego se calla y balancea la mano como
para espantar espíritus.
A las dos hay que volver al tajo. Ya ha parado de nevar e incluso el
sol trata de hacerse un hueco en el cielo. El tiempo es lo único que ha
cambiado, porque lo demás sigue igual. «No sé que quieren que hagamos»,
dice un chaval antes de comenzar con la faena. «¿Que dejemos de venir a
trabajar? Imposible. Comemos de esto. Sólo somos currelas». Luego se
interna entre máquinas y zanjas que también desde fuera parecen
amenazantes.
http://www.elcorreodigital.com/alava/20081211/politica/miedo-silencio-obra-20081211.html